Monday, November 26, 2007


Por un momento mis pies se encontraban en el filo de las dos caras de aquel lugar. A mis espaldas, los tejados de la ciudad se recortaban, a lo lejos, entre el algodón naranja y azul del cielo. A mis pies, enemigo de la ciudad, el mar rugía a unos pocos metros.El silencio dejaba su eco en cada rincón de aquellas piedras grises... Sólo los gemidos y lamentos de unos pocos se dejaban camuflar entre el ir y el venir de las olas.El frente de una débil tormenta cabalgaba en el horizonte. Relampagueaba frágilmente iluminando con leves descargas, rayando el puerto. Ninguno de nosotros sabíamos si esa tormenta había pasado ya o todavía estaba por llegar.

Las gotas caían sobre nuestra ropa, calándonos hasta las entrañas. Pronto la luz que quedaba no era más que el destello cobrizo de un par de velas. El telón de la noche no se resistió ni un momento en bajar y anunciar el final del día. Nunca imaginé que el crepúsculo traicionaba tan rápido cuando más le necesitabas.

Entonces la vi.
Enfundada en una gabardina, y cubriendo su pelo y sus ojos con un oscuro sombrero.

Nuestras pupilas se cruzaron, rasgando el aire que nos separaban. Su mirada parecía transmitirme palabras que no acertaba a comprender. Sólo conseguía traducir ojos que por fin habían despertado de un largo sueño... o de una larga pesadilla. La sangre se me heló y en un instante fui incapaz de contar los alfileres que se me clavaban uno a uno, como astillas de hielo y sin previo aviso, por cada milímetro de piel. Hasta ese día no fui consciente de que el cuerpo humano albergaba tantos poros. Un nudo subió desde mi estómago hasta la garganta y contuve mis ganas de llorar.

Desvié la mirada y mis ojos encontraron la caja de madera negra descendiendo poco a poco. La oscuridad la devoraba mientras la voz de un hombre retumbaba, pretendiendo salvar algo de su alma. Miles de sombras se dibujaron en cada rincón. Por sorpresa de todos, ella avanzó unos pasos y dejó caer una rosa de color rojo que sostenía entre sus dedos. Por un instante me pareció distinguir una lágrima del mismo color rodando por sus mejillas hasta la comisura de sus labios.

Quise tragar saliva.
Pero la boca se me había secado en un segundo.

Cuando mi cuerpo y mi alma reaccionó, me dispuse a buscar de nuevo con sus ojos, esperando encontrar tristeza y desesperación. Quería consolarla aunque fuera con una sola mirada. Deseaba saber qué hacer. Cómo ayudar a enterrar tantísimos recuerdos.

Era demasiado tarde... No volví a verla más.
La oscuridad y la niebla no dejaron rastro de ella.

Sunday, November 11, 2007

Sus pies descalzos ignoraban la rugosa piel de las rocas. Paso tras paso, y con el viento enredando su pelo, alcanzó el final de la hilera de piedras y se dejó caer en el pequeño embarcadero que presidía aquel lugar. Las rocas perfilaban una impenetrable lengua de piedra en el agua. El salitre y las olas hacían el resto.

Los ojos grises de Isabel cabalgaron por la bahía que acompañaba el mar. Todo parecía muy distinto desde aquellas rocas. Era un juego de espejos y luces. Dos cielos. Uno, reflejo de otro. Pero ni siquiera su triste mirada era capaz de diferenciar el uno del otro, a pesar de tanto tiempo vivido en aquel lugar.
La arena recibía las olas y la luz del sol que caía poco a poco, se reflejaba en el agua que acariciaba la playa. Por el contrario, desde allí podía observar el agua que arañaba las rocas, salpicándola levemente. La brisa impregnaba pequeñas gotas en la piel de la muchacha. El olor y el tacto que sentía no era comparable a nada. Sus cinco sentidos llamaban a un sexto, a uno último que necesitaba en ese preciso momento, en ese lugar.
El crepúsculo llegaba a su fin pero no importaba. Podía pasar allí, sentada, con sus piernas balanceándose a pocos metros de las olas durante horas, días, eternidades. Como si fuera su primera vez en aquel lugar. Como si no esperase a nada, a nadie. Como si nunca hubiera vivido un naufragio o un crucero en esas aguas.
Por un momento, ni ella misma supo diferenciar entre sus lágrimas y las gotas de las olas que empapaban su rostro. Todo se nubló de pronto y el cristal por el que miraba aquel paraíso se empañó. Un hormigueo por su cuerpo le hizo cerrar los ojos y encogerse de frío y de escalofrío. La imagen otra vez. Iván sellando con su boca los labios de Isabel. Dos cuerpos diluidos en una corriente, en una misma sal. Una última sonrisa, un último abrazo. Aún con los ojos cerrados, escuchó los susurros del faro. Rezó por escuchar la voz que hace tiempo le había abandonado.
Ni rastro de él. Ni un barco, ni un velero. Nada. Ni siquiera encontró un esbozo de su voz, esa que le hacía rabiar, le hacía reír y en ocasiones le hacía temblar. En ese mismo momento se erizó hasta el último poro de su cuerpo y sus ojos, calados de amargura entre tanta sal, se abrieron de pronto.
La última luz del día le cegó. Observó la oscuridad devorando cada recoveco de su paraíso y se secó las lágrimas. Después, abrió el diario que siempre la acompañaba pero en el que no escribía desde 54 años atrás y, con sus manos ya desdibujadas por el tiempo y la sal del mar de su vida escribió:
"El mar es lo que tiene. Lo devuelve todo, tarde o temprano. Incluso los recuerdos."
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